Carmen Boullosa

Carmen Boullosa

Carmen Boullosa (Mexico City, 1954) is one of Mexico's leading novelists, poets, and playwrights. She has published fifteen novels, the most recent of which are El complot de los románticos, Las paredes hablan, and La virgen y el violin, all with Editorial Siruela, in Madrid. Her works in English translation include They´re Cows, We're Pigs; Leaving Tabasco; and Cleopatra Dismounts, all published by Grove Press; and Jump of the Manta Ray, with illustrations by Philip Hughes, published by The Old Press. Her novels have also been translated into Italian, Dutch, German, French, Portuguese, Chinese, and Russian.

She received the Xavier Villaurrutia Prize (1989) in Mexico, the LiTeraturpreis (1996) and the Anna Seghers Prize (1997) in Germany, and the Café Gijón Prize (2009) in Spain. She has been a Guggenheim Fellow and a Cullman Center Fellow, and has held the Chair Andrés Bello at NYU and the Alfonso Reyes Chair at La Sorbonne. A Distinguished Lecturer at City College of New York, she is a member of the Sistema Nacional de Creadores/ Creative Writers National System, in Mexico. She hosts the CUNY-T.V. show Nueva York, for which she has been awarded four New York Emmys.

Writings by Boullosa are characterised by the use of a poetic prose, the presence of the extraordinary, a celebration of story-telling and the importance of political commitment. Her female characters are usually strong creatures in search of an identity and a language of their own; they distrust memory as a human faculty and do so with an acute command of irony. History, and the history of art in particular, are some of the ingredients that compose her narrative universe, but always from a transgressive, eccentric point of view.

Me llamarán los muertos.

También tuve un sueño, como el personaje de la alegoría de Banville. Iba a morir, sin estar enferma o sentir dolor alguno. Estaba sentada en el sofá oscuro de la sala de casa, me rodeaban mis hijos (María y Juan, en sus treintas los dos), mi marido (Mike), Ana Luisa (amiga cercana desde los setenta), y mis dos hermanos varones (Pedro y Pablo, menores que yo). No había la menor duda de que mi muerte era inminente.

A mi izquierda, del otro lado del ventanal que divide la sala del jardincito (que el sueño agigantara), se agrupaban las visitas en pequeños círculos, la mayor parte formados por niños, congelados en la edad en que nos frecuentáramos, caras que el tiempo robó. Dos niñas, que en los sesenta fueran mis vecinas, saltaban la rayuela, concentradas en no caer sobre la raya de gis blanco pintada en el piso; en los antebrazos izquierdos llevaban un delgado listón negro en señal de luto, como el que usáramos cuando falleció (en mi primer año escolar) la directora del colegio, Miss Anster. Vestían el uniforme gris de mi siguiente escuela, a la que asistí desde el segundo año de primaria y hasta terminar la preparatoria.

Bajo un frondoso eucalipto (que tampoco existe en el jardín, pero que el sueño tomó de aquél de mi infancia), se reunió un grupo de infrarrealistas, tal como los temí de muy joven poeta, cuando llegaban a boicotear las lecturas de los demás poetas. A unos pasos de ellos, dos Robertos, el Vallarino y el Bolaño, y Jordi García Bergua me hacían gestos que (entendí) decían “ven”; en el polo opuesto, mis papás (ella en sus treinta y tantos, como al momento de morir; él en sus ochenta y pico, con la misma cara serena de sus últimos minutos) y mi hermana María José (de quince, muerta cuando yo tenía diecinueve), despeinada, como cuando era una púber huérfana. También me hicieron señas, “ven, ven”. Retiré la vista, con un miedo helado que parecía repugnancia; aunque los quiera, no tenía el menor deseo de reunirme con ellos, yo no quería morir.

Mis amigas y amigos adolescentes, hermosas (Alicia, Marisa, Maite, Rosi), y Hanna – que moriría en sus veinte, en la guerrilla de El Salvador; chachareaban sentadas en el piso, las piernas desnudas, las minifaldas —. Cercándolas con pasos largos, nuestros galanes, de pantalones entallados y algo brillantes, fingían ignorarlas. Atisbé detrás de un enorme helecho a mi primer novio (adolescente) besuqueando a una jovencita (que no era yo).

Entre los amigos adultos, las actitudes variaban de círculo en círculo. Algunos, escritores y editores, conversaban animados; a ratos soltaban risotadas, aprovechaban la ocasión para contactar con los de su profesión, y para divertirse. Los que habían venido para tomarse una copa, ponían cara de seria resignación para no delatar su conchudez. Yo sabía, al verlos, que más de uno celebraba mi fallecimiento como si fuera un triunfo personal. Circunspecto, mirando sus propios zapatos, uno (que casi había perdido por completo su melena rojiza) parecía atribulado. Mis amigas platicaban, cambiaban rápidamente de expresión. Recordaban. Reconocí saltando entre ellas al perro que me mordió en un parque cuando era muy niña, y a la can que creció con mis hermanos.

Las escenas del jardín me distraían del hecho que nos convocaba: mi muerte inminente.

En la sala, los más próximos me decían con diferentes tonos: “Carmen, te quedan seis minutos”, “¡ánimo!”, “dos minutos”, “¿te hace falta algo, ma?”. Ahora que lo recuerdo, 2 pienso que no quería ver sufrir a mis hijos, y que me sobrecogía el pudor de morir frente a ellos, como si en esto hubiese una exhibición indecente.

Con las yemas de los dedos, yo manipulaba una orquídea seca rosa pálido, de las muchas que crecen en la sala y que caen al marchitarse - su calidad casi crocante, pero aún no frágil, fingiéndose invencible, daba al tacto un sereno placer que me aliviaba el alma, similar al que tal vez sienten los que saben rezar el rosario-. Era un placer sensual, honesto. Con él me despedía de la vida.

Cuando me quedaban pocos segundos, mi marido me acercó a la cara su teléfono portátil para enseñarme un mapa donde una diminuta barquilla negra – tal como si lo que estuviera por llegar fuera un Uber- “Almost here, sweetie; are you ready to leave?”, repitiendo casi al pie de la letra una escena doméstica, en nosotros habitual-. “I love you, I love you, I will love you always”. Se le escaparon un par de lágrimas gordas, secándoselas con la mano de inmediato; deseaba mostrarme fortaleza.

No sé si cerré los ojos. Tal vez sí. Dejé de ver. Me supe adentro de un túnel, succionada por una fuerza mayor. Sentí que, en uno de sus extremos había luz resplandeciente, y que en el otro la oscuridad era absoluta. La succión me atraía hacia la abismal negrura. Dejé de respirar. El único sonido perceptible era el de mi corazón; latía lento, con prolongados pálpitos temblorosos.

Excepto por mí, todo era movimiento, el tubo mismo parecía agitarse y desplazarse, sin que cambiaran las tonalidades de la oscuridad y la luz de sus dos extremos.

Sobrevino una pausa, como si yo y mi entorno nos hubiésemos convertido en una fotografía. Ahí vi, sé que con la memoria, a mis hijos María y Juan, los dos cuando niños de brazos, y percibí que mi corazón literalmente se quebraba por la tristeza y el dolor que me provocaba desprenderme de esos ángeles. Al punto, y por esto, mi corazón dejó de sonar. Me supe aprisionada por un puño mayor que me encapsulaba, inmovilizándome.

Temí que la succión me lanzara hacia el vacío que debía existir en la negrura. Soy agorafóbica, un terror primario regresaba sediento a intentar controlar la escena, lo reprimí porque no quería morir. Yo sabía que la luz era la muerte. Lo había oído decir, hay tantas anécdotas sobre esto. Tiempo atrás leí un libro que me regaló mi amigo Adolfo sobre las experiencias de personas que técnicamente murieron y que habían vuelto a la vida; sin excepción, describían la luz intensa de la muerte. Usé esa sabiduría libresca y también la adquirida de oídas porque yo quería vivir.

Con gran esfuerzo, extendí un brazo, rompiendo la inmovilidad fotográfica, y rocé la pared del tubo que me contenía. Sentía pasar a través de mis párpados la intensidad de la enceguecedora luz. “Voy a morir”, me dije. Otra voz interior musitó: “Tal vez sí, tal vez no”. Apoyé la mano en la pared del tubo y, venciendo mi fobia al vacío, con ella intenté impulsarme hacia la oscuridad.

Debía retirarme de la luz. Volví a intentar desplazarme hacia el oscuro abismo.

Mi mano dejó de responderme. Perdí el control. El tubo que me contenía estalló su agitación renovada y me propulsó. De golpe, quedé sumergida en un baño de luz. La opresión que, exceptuando mi mano, me cubría como una cápsula o un corset de cuerpo entero, se quebró. Aspiré, alerta a la expansión de los tejidos de mis músculos; entró aire rasposo a mis fosas nasales, a mis pulmones. Tosí. Con cierta dificultad, abrí los ojos: estaba sentada en el sofá oscuro de la sala, rodeada de mis dos hijos adultos, mi marido, Ana Luisa, mis dos hermanos varones; mis amigas de infancia saltaban la cuerda, jugaban rayuela, los adolescentes se besuqueaban a escondidas, el grupo de escritores escupía en baja voz frases venenosas. Había regresado a la vida.

Desperté, ansiosa, la garganta ardiendo.

Escribir es como este sueño: suspensión de la normalidad, despedida del presente, encuentro con la muerte, viaje sin escalas a diferentes puntos de la memoria, negación de lo libresco, confrontación con la comunidad; experimentar como por vez primera con lo más íntimo, teniendo como materia la siempre indomable lengua. No, no experimentar sino contener, manejar, cuidar, pulir, romper, tratar, trabajar con la cabeza fría y un apetito sensual; dejarse ir contra el primer impulso para encontrar; desprenderse de lo más próximo para (tal vez) volverlo a encontrar, con una cara sincera.

Escribir es un acto de amor absurdo, un amor cruel, sincero, valiente (“faltan dos segundos, ¿estás lista?”).

No tengo duda de que, en mi sueño, el pivote que me regresó a la vida (a la luz), contraviniendo mis intentos de avanzar hacia la oscuridad, fue la imagen de mis dos hijos infantes. La necesidad de estar con ellos otra vez fue más fuerte que mi instinto de supervivencia. Querer estar con ella era irracional, esos dos infantes son inalcanzables, el tiempo me los arrebató décadas atrás – pero es verdad que sí puedo tocarlos aquí, escribiéndolos-. El pivote que mueve y que es punto de apoyo de La Novela es una pérdida.

La Novela explica más de lo que se puede señalar con descripciones sólidas. No tiene valor de cambio; lo que significa y vale la prosa literaria no es traducible o convertible – lo que se suele decir de la poesía es igualmente verdad de la narración literaria-.

La Novela difiere del sueño en que regala coherencia a lo naturalmente incoherente, pero comparte con éste su calidad intraducible, su ilógica esencial y sus muchos sentidos. Es el cómo para hablar de este misterio que es la vida humana. Es también un enemigo social, un subversivo, un terrorista, y tiene dos caras, porque requiere de la atención del lector, y para conseguirla contiene la fachada social de orangután amaestrado, pero no dócil.

El texto literario es “hechura” del autor, pero también es cierto que el proceso no lo es. La Novela es un mustango crecido sin tutor, al que la pluma va domando para hacerlo entrar en la página (el corral) y ahí hacerlo legible. La paradoja de que este ser libérrimo sólo sea comprensible si se le ha domado es también el hueso central del texto literario.

English version

The Dead Will Call upon Me

I had a dream as well, just like the character in Banville’s allegory. I dreamed I was going to die, though I wasn’t sick or feeling any pain. I was sitting on the dark sofa of the family room, surrounded by my two adult children (Juan and María), my husband (Mike), Ana Luisa (a close friend since the seventies), and my two younger brothers (Pedro and Pablo). There was no doubt that my death was imminent. To my left, on the other side of the picture window that divides the room from the little garden (which in my dream looked larger), the guests, mostly old friends, clustered in small groups. To my dream eye, some looked like they had when we were children. Two girls, who had been my neighbors during the sixties, were playing hopscotch, trying not to step on the chalk line. Thin black ribbons were wrapped around their left arms – a mourning sign, like the ones we wore when Miss Anster, the principal of our school, died while I was in first grade. The two were wearing the gray uniform of what was going to be my next school, the one I attended from second grade up to high school. Under a lush eucalyptus – transplanted to my dream garden from one I knew in my childhood – stood a group of infrarrealistas poets, like the ones I had feared when I was a young writer. They used to thwart the readings of other poets. Next to them, two Robertos (Bolaño and Vallarino) and Jordi García Bergua were gesturing to me. “Come,” they seemed to say. Elsewhere in the garden were my parents (she in her thirties, as she’d been when she died; he in his eighties, with the smooth-faced visage he’d had as he lay dying). Next to them stood my sister María José, looking fifteen years old, as she had when she died in a car crash, and as disheveled as when she was a pubescent orphan. The threesome called to me: “Come, come.” I looked away from them, with an icy horror, akin to revulsion, even though I loved them. But I had no wish at all to join them. I did not want to die. Near them were friends from my teenage years, all beautiful – Alicia, Marisa, Maite, Rosi – and Hannah, who would die in her twenties during the Salvadoran civil war. They were sitting on the grass, all bare legs and miniskirts, chatting away. Circling them with long strides, dashing young men with slim-cut and shiny trousers pretended to ignore them. Behind a luxuriant fern, my first boyfriend, just a teenager, was kissing a young lady, who was not me. Among the grown-up friends, attitudes differed from group to group. Some of them – writers and publishers – talked amiably, laughing from time to time. They were having fun. My girlfriends switched expressions as they recalled different passages through which we had lived together. Other friends, were there just for the free drinks, assumed a serious demeanor, so as not to appear frivolous. More than one of the assemblage was celebrating my impending death as if it were some kind of personal triumph. One red maned (but balding) visitor circumspectly looking down at his shoes, seemed troubled. A dog bounded from one circle to another. I recognized him as the one that had bit me in a park when I was very young. Wandering among my friends was the poodle that had grown up with my brothers. 2 These scenes in the garden distracted me from the event that had called us together: my imminent death. In the living room the ones closest to me murmured: “Carmen, you have six minutes left,” “buck up!,” “do you need anything, ma?,” “two minutes.” Suddenly, I was overcome by a sense of modesty; suddenly, dying in front of my children struck me as indecent. I had picked up a wilted purple orchid, now faded to pink, one of the many that grew in the living room pots, and manipulated it with my fingers. The orchid, almost brittle, though not yet in a fragile condition, seemed to be invincible. It conveyed to my hand a serene pleasure that soothed my soul, a sensation similar to that experienced by those who finger the rosary. It was a sensual pleasure, an honest one. With it, I was taking leave of my life. When I had only a few seconds left, my husband showed me his mobile phone, where a tiny black vehicle moved towards us on a map, as if it were an Uber car: “Almost here, sweetie; are you ready to leave?”, he said, performing almost verbatim a well-known domestic ritual of ours. A pair of fat tears escaped his eyes. “I love you, I love you, I will love you, always.” He immediately wiped them away with his hand. He wanted to look strong for me. I do not know if I closed my eyes. Maybe I did. I stopped seeing. I knew I was in a tunnel, being suctioned by a powerful force. I saw – possibly not with my eyes – that the tunnel had two ends. One opened onto an intensely bright light, the other led to absolute darkness. The suction appeared to be dragging me towards the dark. I stopped breathing. The only perceptible sound came from my thumping heart. The tunnel itself was in motion, it seemed to contract and release, but the different end points of light and darkness remained the same. Then everything froze, as if my surroundings and I had turned into a photograph. There I saw, with the eye of memory, my children, María and Juan, as babies, and I sensed my heart breaking with the sadness and pain caused by losing those little angels. My heart constricted, then stopped altogether. In that instant I realized I had arrived at the famous crossroad, the moment in which one had twelve seconds to make a life or death choice. Which end of the tunnel, the dark or the light? I believed that light meant death. A long time ago I had read a book that my friend Adolfo gave me about the experiences of people who were technically dead but came back to life. All of them described the intense light of death. I had heard this before; poets had long known it, as had fabulists and story tellers. I relied on that bookish wisdom. If I wanted to live, therefore, I had to strive for the darkness. Yet I had a problem with darkness. Since my earliest childhood, I had suffered from nyctophobia (extreme fear of darkness) and I had never escaped its terrors. Still, I had to choose darkness to fight for life. With a tremendous effort, I stretched out my arm and broke the photographic stillness. I pushed myself along the tunnel, aiming towards the darkness. But my hand, paralyzed by fear, stopped working. I lost momentum. Suddenly I was immersed in light, but death had no dominion. Raw air surged into my nostrils and my lungs. I coughed. I felt. With some effort, I opened my eyes. I was sitting on the dark sofa of our living room, surrounded by my children, my husband, Ana Luisa and my two brothers; my childhood friends were jumping rope or playing hopscotch. The teenagers were kissing, the writers group hissing poisonous phrases. I had come back to life. At this moment I woke up, anxious, with a burning throat. 3 Writing a novel is like living through this dream: it requires a major interruption in the normal flow of events;saying farewell to one’s present time; having an encounter with death; making a multi-stop flight to terrains of memory; taking bookish wisdom with a grain of salt; and confronting one’s community. It is also to explore, perhaps for the first time, one’s own self, relying on unruly language as the only guide; being willing to use what one discovers, to shape it, polish it, shatter it if necessary. Writing a novel is a breaking away from what we know is most dear to us, perhaps too rediscover it, see it with a fresh eye. The novelist rejects first impulses. Writing a novel requires total control, a cool head, and an eroticized appetite. Writing a novel is an act of crazy love, cruel love, honest love (“there are two seconds left… are you ready?”). Novels, like dreams, are often about an irrecoverable loss, relating it, and repairing it. The dream I described has one at its core. I was drawn – against my will – to light, drawn by the faces of my two baby children. The need to return to those two angels was stronger than my desire to survive. The move was irrational because those two baby faces were out of reach – they were long gone, they´d grown up – but I can recover them by writing about them. Novels can also share with dreams an untranslatable quality, as well as a defiance of logic. They part company from dreams, however, when they make coherent and logical what is naturally chaotic and ineffable. Novels convey more than they literally say. Actual, precise descriptions of scenes and characters can also mean something else. The significance and value of literary prose are neither translatable nor exchangeable. This is usually said of poetry, it is equally true about literary narrative. Novels construct a social façade. But novels can also be subversive, and – while reading – they wake us up.

Translated from Spanish by Lola Hörner and Aurora Piñeiro. Revised by Carmen Boullosa.